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Conmovedor Libro de Roberto Canessa Está Logrando Récord de Venta
23 jul 2016 | "¿Sabías que tu padre se comió a los amigos?" fue una de las preguntas que el pequeño Hilario de cuatro años re


"¿Sabías que tu padre se comió a los amigos?" fue una de las preguntas que el pequeño Hilario de cuatro años recibió en la clase de jardinera del Colegio donde concurría en Montevideo.

Es el hijo del Dr. Roberto Canessa, que hoy no ha resistido la necesidad de escribir un nuevo libro bajo la siguiente premisa: "El accidente en los Andes entre la casi imposibilidad de sobrevivir y la lucha cotidiana de los médicos por salvar la vida de quienes están al borde de la muerte, tienen necesariamente un hilo conductor. El razonamiento de Canessa hecho a partir de la presentación reciente de su nueva obra "Tenía que sobrevivir", puede sintetizarse en los siguientes fragmentos:

"Por un momento observo la pantalla del ecógrafo y al siguiente estoy mirando a través de la ventana del fuselaje del avión, avizorando el horizonte escarpado, para saber si regresaban con vida los amigos que habían salido en las primeras caminatas exploratorias".

"Desde que escapamos de la cordillera de los Andes, el 22 de diciembre de 1972, después de estar más de dos meses perdidos, vivo formulándome una sucesión de preguntas que cambian con el tiempo. La primera de todas es: ¿Qué hacemos cuando todas las probabilidades parecen estar en contra?".

"Con mis amigos logramos salir del blanco congelado de la cordillera de los Andes y accedimos al valle reverdecido de Los Maitenes. Yo busco a Los Maitenes para cada niño porque sé que en algún lugar los espera, aunque me consta, también, que no todos llegan".

"En la vida fetal, esta niña, conectada, puede vivir, como nosotros podíamos sobrevivir conectados al fuselaje, perdiendo peso todos los días, agregando agujeritos al cinturón. Pero un día hubo que cortar el cordón umbilical para llegar a la vida, porque teníamos fecha de vencimiento".

"El 13 de octubre de 1972 cuando choqué en el avión contra la montaña, tenía diecinueve años y estudiaba segundo año de Facultad de Medicina, jugaba al rugby y Lauri Surraco era mi novia. Lo que hice en esos setenta días fue un intensísimo curso de medicina de catástrofe, de supervivencia, donde la chispa de mi vocación médica tuvo que convertirse en llamarada".

"Ingresar al colegio fue, para mí, como entrar a un internado militar, una cárcel, donde muchas veces terminaba a los golpes con los Brothers, que nunca se intimidaron con mi rebeldía".

"La incondicionalidad de mamá era tan fuerte que me quitó temores. Me quitó el miedo al fracaso. Me tornó frontal, porque ella era mucho más frontal y valiente que yo. ‘No tengas rencor, no vale la pena', me decía".

"A mi hijo Hilario, cuando tenía cuatro años, en la jardinera, se le acercaron unos compañeros y le dijeron: ‘¿Sabías que tu padre se comió a los amigos?', y entonces Hilario les respondió, con la mayor naturalidad: ‘Sí, vengan que les cuento cómo fue'. Y cuando terminó el relato, los amigos habían saciado su hambre".

"Se generó un nuevo grupo humano después de la avalancha, porque casi todos experimentamos la muerte aquella noche. Fue una regresión tan intensa que volvimos a ser posibilidad, que era lo único que podías ser: una crisálida encapsulada de vida, en una cárcel húmeda, sin oxígeno y maloliente de metal. Un feto con cardiopatía severa que todavía no sabe si podrá vivir, pero que tal vez lo logre".

"Abrazarnos para dormir era una manera de controlar el frío, pero también era una forma de contener, juntos, el terror de lo incierto. Los dos sabíamos que probablemente moriríamos, pero que la muerte no la sacaría gratis porque le daríamos batalla. Y con esa sensación, y la paz del entorno, arrullados por el estruendo imaginario de las poderosas e indestructibles hélices del C 47 que venía por nosotros, conciliamos, por un rato, el sueño esquivo de la cordillera".

"Siempre luché por no aceptar lo que la sociedad quería imponerme como destino; siempre luché contra el vocablo ‘irremediable'. El mundo decreta que eres un muerto del mismo modo y con la misma irresponsabilidad con que decide que eres un héroe, o, un minuto después, un caníbal".

"La vida y la muerte, en la montaña, no eran estados antagónicos. Convivíamos con los muertos pero no resultaba macabro, porque ellos eran la antesala de nuestra propia muerte".

"Mis amigos médicos de la Universidad de Harvard dicen que soy un ‘country doctor', y fundamentalmente sostienen que soy un ‘doctor sabio' no por lo que sé, sino por cómo encaro la medicina, porque, como me dicen, ‘sabes de cosas que no están en los libros, ni en Internet'".

"Ahí estaba, también, implícito, el compromiso que hice con mis amigos que quedaron en los Andes, en 1972: vivir y seguir trayendo vida, para que su muerte no haya sido en vano". 

"Aprendí en la montaña que el ‘nunca antes' es relativo. Tan relativo que haremos todo lo posible para que sea falso, para que ese feto que está por nacer lo termine logrando gracias a los que estamos afuera, en la sociedad ‘civilizada', cinchando de una soga, como lo hacían del otro lado de la cordillera, en Los Maitenes, gente humilde y misericordiosa como el arriero Sergio Catalán".

"Si la luna en la cumbre de los Andes fue la imagen más deslumbrante que vi, no conozco una imagen más armónica que las aurículas y los ventrículos del corazón de un niño latiendo, porque eso significa que tiene vida".

"Miro el corazón en el ecógrafo y veo almas en vilo tambaleándose en la cima de la montaña, y del otro lado, a diez días de distancia, un farolito de querosene titilando en la choza de los arrieros, gente viva del otro lado del mundo que nos ofrece queso, frijoles, algo de carne y pan, todo lo que tenían para alimentarse durante muchos días aislados, para traernos de vuelta a la vida".

"Miro por el ecógrafo del tiempo y observo a mi madre, llorando, porque su hijo mayor se había perdido. Yo la estaba escuchando y le susurraba al oído que no desesperara, que confiara, que no se desarmara. Por eso me esperó sin enloquecer, y no enloqueció porque estaba convencida de la locura de que yo regresaría".

"Estos corazoncitos sin terminar están esperando que alguien se tome el trabajo de terminarlos. Esos corazones que laten dentro del vientre, pero que no pueden hacerlo afuera, le dicen lo mismo a sus madres: no te desarmes, ya vuelvo a ti".

"A mis pacientes niños muy críticos, con la mitad del corazón, de color morado, o azul, jadeando al respirar, con dificultades para succionar, los imagino corriendo lozanos, al aire libre, al sol, disfrutando de la vida. Son crisálidas, como lo fuimos nosotros, que pueden permanecer como larvas o cumplir su derrotero y desplegarse en mariposas. Y eso, y sólo eso, es la meta y la recompensa que persigo. Que otros titubeen, porque yo no tengo tiempo para hacerlo".

"Pero entonces, ¿quién se ocupa de esos niños que pueden nacer o ‘no pueden vivir de ninguna manera', como les dicen? Porque la decisión no es de ellos, sino del exterior. Y, por regla general, los médicos le huyen a estos pacientes porque les queman las manos. Puede resultar azaroso el empeño, pero ellos no tienen gremio, no tienen voz, ni siquiera tienen rostro, porque todavía no han nacido. Son todavía menos que nosotros en el setenta y dos; ellos ni siquiera tienen foto: sólo tienen una ecografía".

"Entiendo a los niños con cardiopatías porque sé lo que sienten. La mitad de las enfermedades del corazón son cianóticas, o sea les falta oxígeno en la sangre, y la otra mitad tiene tanta sangre en los pulmones que les cuesta respirar. Nosotros en la montaña teníamos los dos problemas: edema pulmonar y bajo tenor de oxígeno en la sangre".

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