A Birleida Ballesteros, una hermosa mujer negra con tres hijos, la violaron, asesinaron a su marido el 1 de abril de 2007, secuestraron a su hermano pequeño para entrenarlo militarmente y lo enfrentaron a su familia. Ella tuvo que marcharse de Antioquia y hoy vive en Bogotá. No quedó nada, señala vestida de blanco, como el resto de víctimas que participaron ayer en el acto. ¿Afrontar el perdón? “Es muy duro, pero no imposible. El peso que siente uno es agotador. Me gustaría perdonar con tal de que mis hijos no vivan lo que vivimos nosotros. Solo si ellos de verdad se arrepienten. Pero a veces pienso que piden perdón obligados", dijo ayer Francisco en Colombia.
En su segunda etapa en el Papa quería estar con los que todavía portan heridas del conflicto. En Villavicencio, a 85 kilómetros de Bogotá, abundan las cicatrices de las FARC, del ELN y de las AUC. Como las de Deisy Sánchez Rey -reclutada a los 16 años por la guerrilla y hoy psicóloga- o Pastora Mira -a quien asesinaron a su padre, a su primer esposo, a sus dos hijos primero y, luego a su hija tras un largo secuestro- que relataron su testimonio junto a otras dos víctimas y se mostraron dispuestos a perdonar en el gran acto de la tarde, que presidió el Cristo destrozado -"roto y amputado", en palabras del Papa- por la masacre de Bojayá. Una espectacular puesta en escena sobre los límites temporales y morales del perdón.
A las víctimas se dirigió también en la misa de la mañana, en la que realizó una defensa de la mujer frente a la violencia de género, la ecología e invocó la sangre de los inocentes derramada en esta región. El odio no tiene la última palabra, les dijo. “La reconciliación no es una palabra abstracta; si eso fuera así, sólo traería esterilidad, más distancia. Reconciliarse es abrir una puerta a todas y a cada una de las personas que han vivido la dramática realidad del conflicto. Cuando las víctimas vencen la comprensible tentación de la venganza, se convierten en los protagonistas más creíbles de los procesos de construcción de la paz”.
Pero a muchas víctimas —también lo fueron Pedro María Ramírez Ramos y Jesús Emilio Jaramillo, los dos sacerdotes que el Papa beatificó por la mañana— la palabra reconciliación todavía suena a a injusticia. A dejar pasar. También aludió a ello el Papa. “Esto no significa desconocer o disimular las diferencias y los conflictos. No es legitimar las injusticias personales o estructurales.
El recurso a la reconciliación no puede servir para acomodarse a situaciones de injusticia. La reconciliación, por tanto, se concreta y consolida con el aporte de todos, permite construir el futuro y hace crecer la esperanza. Todo esfuerzo de paz sin un compromiso sincero de reconciliación será un fracaso”, señaló en la gran misa campal en la explanada de Catama, en el departamento del Meta, la región con el mayor número de víctimas en conflicto y que tras el acuerdo con las FARC acogerá también una gran concentración de ex guerrilleros.
A los victimarios —como llaman aquí a aquellos que infligieron la violencia contra civiles— se les ha pedido verdad. Pero en algunos sectores de Colombia se echa en falta que se les exija arrepentimiento y reparación. Villavicencio fue un lugar estratégico para las FARC en la entrada de los Llanos, muy cerca del departamento de Caquetá, región donde la guerrilla edificó un feudo inexpugnable. Un cruce de caminos en el que basaron también el negocio de narcotráfico con miles de plantaciones de coca. Un fenómeno, sin embargo, que no ha terminado. De hecho, desde 2015 a 2016 se pasó de 96.000 hectáreas cultivadas a 146.000, según la ONU. En parte, porque el Gobierno prometió compensar a aquellos cocaleros que abandonasen el cultivo y, paradójicamente, muchos se metieron en ello, animados por las FARC, para acceder a dichas ayudas. Ellos, a quien el Papa también se ha referido durante su viaje, son otra de las incógnitas que todavía plantea este largo proceso.