Treinta años han transcurrido desde el aciago día en que la muerte segó los brotes de esperanza de la gente que clamaba justicia y libertad. De la gente que había hecho de Wilson el depositario de su fe, de quienes veían en él la liberación de la tortura de andar sin guía, bordeando el abismo en la oscuridad.

Porque él era la expresión palpitante de esas esperanzas, de los sueños que alentaban las multitudes castigadas por las insanas opresiones de los mesiánicos conductores que violaban sus derechos y conculcaban sus libertades.

Han transcurrido ya treinta años de la muerte de Wilson.

Grandes transformaciones han jalonado esa distancia. Los cambios vertiginosos han alcanzado también el campo de la sensibilidad de los hombres. Parecería que el mundo quiere saltar de sus rieles, desarraigándose, y en medio del caos que ello produce, nuevas ideas, métodos y sistemas, surgen amenazando las bases de la civilización.

Hasta los más elevados espíritus caerían en desaliento si la humanidad careciera de las rectorías morales de los grandes hombres que construyeron su historia.

Cuando los pueblos atraviesan períodos de crisis institucionales, necesitan recurrir a sus reservas morales, a sus más caros y tradicionales valores culturales en todos los ámbitos de su vida. Y vaya si el Uruguay de hoy atraviesa por uno de esos trágicos períodos en que se ha perdido la brújula y la crisis se ha instalado como convidada de piedra en las instituciones fundamentales del quehacer nacional.

Y en estas circunstancias, bien hace al pueblo, asomarse a las tumbas de quienes abrieron los caminos que permiten avanzar sin temores.

El recuerdo permanente de los grandes conductores que cayeron tras cumplir con los pueblos y la patria, tonifica la fe en el propio destino y eleva el concepto de la condición humana haciendo menos dolorosa la diaria lucha por la libertad.

Por eso, el ejemplo que grabó indeleblemente Wilson en la conciencia colectiva de la comunidad nacional, no se apaga con el efímero resplandor de la vida física. Sigue palpitando como una estrella en las entrañas de las generaciones que se turnan al frente de la columna y orienta la marcha popular hacia un plano de superior inspiración.

Cuando realizamos un homenaje llevados por nuestra devoción y cariño, no excenta a veces de sano fanatismo, buscamos endiosar al homenajeado y que así lo recuerde su pueblo.

Seguramente que este proceder no hubiera sido grato a Wilson.

Arduo y difícil es la tarea que nos imponemos al tratar de resumir en pocas páginas la avasallante personalidad de Wilson, ya que su vida fue una hermosa y extremadamente humana aventura, imposible de resumirle fehacientemente en pocas páginas enmarcadas por la tiranía del espacio y el tiempo.

Para poder aquilatar la verdadera dimensión de su personalidad, sus más caros sentimientos, la fundamental importancia de su acción política en la vida nacional, así también como el desarrollo de su vida, desde su nacimiento, su niñez, su adolescencia, sus triunfos y sufrimientos, hemos creído necesario previamente resaltar al hombre, al ser humano, trasmitiendo anécdotas, relatos familiares, recuerdos que atesoramos con devoción, vivencias desconocidas de su rica y agitada existencia, perfiles propios desconocidos, actitudes espontáneas, sin maquillaje, del extraordinario ser humano inigualable, del último gran caudillo político que tuvo la Nación Oriental.

Tuvo Wilson un magnetismo tan grande, tan cálido, tan vibrante, que podemos decir que el sólo pronunciar su nombre nos lleva a convivir con él, experimentando nuevamente su presencia como si nunca hubiera partido hacia la inmortalidad.

El permanente brillo de su recuerdo, el eco inconfundible de su alegría presente en todos los momentos de su vida, aún en aquellos tiempos dramáticos que no fueron pocos y extremadamente angustiosos y amargos en las horas de la persecución y el exilio, su talento extraordinario que deslumbraba a los grandes hombres de la época y fascinaba a las juventudes nacionales, la adhesión fervorosa y emocionada no ya de su Partido Nacional, sino de todo un pueblo delirante de felicidad y esperanza por su retorno triunfal, a pesar de su encierro aherrojado por las cadenas del despotismo, hacen todas esas actitudes y vivencias reales, que su imagen reaparezca a través del tiempo enriquecida y proyectada a las cumbres con una fuerza tal que permanentemente nos dice de su presencia y continúa vivo en el pensamiento, en el deseo de la gente de tenerlo nuevamente en la vanguardia, como insustituible abanderado de la suprema causa y destino del pueblo oriental.

Sus ideas, su pensamiento político, sus decisiones, su extraordinaria dimensión política, seguirán gravitando infinitamente en el alma nacional.

Wilson fue de esos seres elegidos, a los cuales, las luces rutilantes de la escena nunca pudieron deslumbrarlo porque el brillo de su personalidad las opacaba.

Fue tan perfecto el equilibrio de su vida que pudiendo, no dejó que su pueblo lo endiosara. No permitió a su alrededor el fanatismo. Siempre le gustó mostrarse real y auténtico, aún en momentos, pocos pero existentes, en los que debió exhibir sus defectos, que los tuvo como todo ser humano, pero como nadie supo mostrarlos autocriticándose con alegría.

Wilson fue el más grande líder de multitudes que el Uruguay haya tenido, porque él supo descubrir en ellas la auténtica expresión de hombres y mujeres libres con sus virtudes y defectos, con sus esperanzas y sus miedos, con sus pasiones y deseos, con sus angustias y necesidades, con sus llantos y risas y supo interpretarlas tal cual eran.

Por eso, cuando hablaba le gustaba dirigirse no a sus correligionarios y compañeros, sino a la gente; no a la juventud partidaria, sino a los muchachos uruguayos abrazando en el vuelo lírico de sus palabras y sus ajustadas sentencias, a todos los orientales que como él soñaban con un País próspero y feliz.

Y no es esta afirmación, una expresión surgida de un fanatismo que resultaría odioso a su espíritu y ofendería su memoria, sino el resultado de una realidad política indesmentible. Porque nadie podrá negar que desde 1971 en adelante, en la cúspide de su altura política, muchos eran los que confesaban no ser blancos pero sí Wilsonistas.

Creemos que el conocerlo como él realmente fue, el saber de su sensibilidad humana, el acercarnos a su sencillez compartiendo las alegrías y tristezas de su vida cotidiana, nos permitirá descubrir la extraordinaria dimensión de su auténtica estatura.

Y al mismo tiempo, debemos conocer los inmensos renunciamientos, los enormes sacrificios y las terribles amarguras que debió vivir, sufrir y soportar, para que los uruguayos todos y no sólo sus correligionarios, tuviéramos un País mejor.